lunes, 29 de abril de 2013

Desconfianza

Cómo en muchas historias de espías, de policías y corrupción, las cosas no son lo que parecen. Hay un grupo de personas, tocadas por unas virtudes humanas y espirituales, que tiene el cargo de "verdaderos creyentes". 
En su impostura, nos dicen que reciben el cargo con humildad, con la misión de dar luz en medio de las Tinieblas.
Algunos de ellos han tenido la osadía de decir que esa misión es una llamada especialmente dirigida por Dios a ellos.
El Espíritu, le llamen Santo o no, se posó sobre sus vidas y, sin pretenderlo, han sido capaces de abrirnos los ojos a las verdades escondidas desde antiguo. Esas verdades lo son por la evolución del conocimiento humano, por la Ciencia, o lo son por recibir al mandato divino de renovar a la Iglesia a su mensaje evangelio puro que se desvió, nada más ni nada menos, desde los primeros años del cristianismo. Y nace la sospecha de que la Iglesia no es la depositaria cierta de la Tradición apostólica. Es una institución como otras al vaivén de la Historia. Ya no sólo basta con esta bautizado, confirmado. Hay que pasar por un curso de adoctrinamiento militante que variará según que lugar de esa Iglesia te haya tocado vivir. Cruzas la calle y puede pasar de un universo de ideas a otro sin que nadie lo remedie. Si te toca en la infancia y en la adolescencia, el daño parecería irreparable. Y eso es parte del mal que el Diablo ha colado: la desconfianza. Y eso es el meollo de la cuestión. Lo victoria más querida por el Demonio es la desconfianza, el apartarnos de Dios y esconder su capacidad para ser protagonista de nuestras vidas.
Esta desconfianza ataca directamente a la virtud de la Esperanza.
La entrada, hasta aquí, es del 2013. Hoy en el 2015, las cosas vuelven a estar más interesantes. Ahora los verdaderos creyentes han perdido el respeto y la vergüenza. Pero son cada vez menos.

2005

Una de mis grandes carencias es que no tengo una buena memoria y que no soy capaz de tener sentido del tiempo como otros tienen esa capacidad para hacer una agenda de sus vidas. En el año 2005, no sé el mes, ni el día, un profesor nos dejo claro, a golpe de Hoja de Excel, que la burbuja inmobiliaria estallaría, a lo más tardar, en el año 2008. En ese año, recuerdo que así fue, que estallo, y recuerdo que alguien, contra todos los demás pronósticos, dijo que hasta el año 2015 no veríamos a la economía remontar una crisis que, a todas luces, sería la peor de las conocidas. Ahora estamos en el 2013 y nos aproximamos a otra predicción: que lo peor aún no ha pasado siendo, hasta ahora, la peor de las crisis. El Gobierno ha reconocido, no sé ni cómo ni el por qué, que la crisis, hasta el 2015 no será un mal recuerdo y, a pocas cuentas que se hagan, lo será en el sentido macroeconómico. Quienes la hemos sufrido, y aún sufriremos más, tendremos que aceptar que no veremos nada positivo. Moriremos con los efectos de la crisis en nuestras vidas. Este es el marco en el que nos movemos: sobrevivir y esperar del Buen Dios que la Caridad de la Iglesia no nos falte. No estoy dando por buenos los datos, ni estoy dando por sentado que las cosas hayan tenido que ser así por su propia naturaleza. Y eso es lo que más nos paraliza para la acción: no sabemos, a día de hoy, si lo que vivimos está anticipado por algunos, y por eso toman decisiones a su favor con éxito o si realmente hay plan premeditado. Lo que si parece cierto es que, pase lo que pase, se aprovecha, por unos y otros según sus prejuicios y oportunidades. Eso está claro. Cuento esto para poner de manifiesto que circunstancias nos rodean, negativas, parece, en este caso y cuales son las que realmente importan. Al final esas circunstancias nos retratan. Son capaces de juzgar nuestros principios y nuestros valores. Y de eso se trata aquí: no nos faltan santos. Hemos tenido de todos los continentes y condiciones. Hay algo, esa losa de plomo de la que hablo, que nos impide reconocernos en ellos. A miles de kilómetros, en otros continentes, esa losa de plomo no existe, no se da, y la vida fluye, la canción se canta, la vida se celebra aún con crisis más profundas, hambre real y violencia sistemática. Es Occidente el que está sumido en una fosa, de luz y sonido, sin duda, y dónde algunos nos han metido por cálculos estratégicos y tácticas que dependen de intereses que nada tienen que ver con Dios y su Iglesia. Ya da pena que necesiten explicaciones fuera de la Fe. Más pena da que condicionen esa Fe a las opiniones totalitarias de unos pocos. Y así es. Vivimos una crisis dónde, el creer se ha convertido en un sistema de confusas sospechas y de nostalgias propias de adolescentes por madurar.

Tradicionalismos y progresismos: la losa de plomo.

Si hay losa, hay tumba. Si hay tumba cerrada con una losa, hay muerto. Puede que sea de muerte natural o provocada. Hay losa pesada, de plomo, tumba y muerto. Ese muerto es el corazón y alma, por tanto, de cientos de millones de nosotros. Decimos, con razón, que el pecado es muerte, que es obra del Maligno y de la libertad personal. Me refiero a quien lo comete, no a quién lo sufre. Decimos, con razón, que la tentación es una promesa del Diablo que sabe que no va a cumplir, que esconde en un bien lo que es un desorden para todos. Hay un pecado terrible que va contra la Caridad y que mata la Esperanza, primero, y aleja al hombre de la Fe. Durante estos últimos siglos ese pecado contra la Caridad ha sido el móvil, la esencia, la raíz del Mal de Mundo. En otras épocas los oleajes del Mal tenían otras características. En la nuestra han sido las ideologías. Y la Iglesia se ha visto en medio de esa maldad estructural con una violencia sin precedentes en mártires, en persecuciones, haciendo de nuestra vida de Fe un invierno gélido, al silencio, ante la algarabía de los pagados por las ideologías. Y yo soy uno de esos que se han quedado solos, helados, sin aliento, fríos, bajo la losa de plomo, que ha ralentizado mis constantes vitales. Apenas quiero, apenas amo, apenas pienso, a penas hablo, apenas puedo salir de mi mismo sin temor a ser ofendido, perseguido, adoctrinado, calumniado, clasificado y despreciado. Apenas puedo salir de mis cuatro paredes, de mi vida familiar y de mi profesión. Con eso no han podido: con la vocación que Dios me ha dado, no han podido. Ha aparecido, a pesar de todo, sobreviviendo, como un buque fantasma emerge de las profundidades y, tras unos meses de limpieza y arreglos, navega más rápido y más veloz que lo que podía imaginar. Aún tengo la mirada de los recuerdos sobre es viejo navío. ¿Para esto era necesario tantos problemas, tantas injusticias, maltrato, soledad, dolor y muerte?. Dejando clara la voluntad de Dios en todo ello y que el Bien es lo que cosechamos de todo ello, la fuerza del Mal en nuestras vidas es parte del precio de la Vida, de esta Vida, y que, clausurada, tiene sentido en la Otra. Por eso, muchos, tenemos demasiada información, demasiadas experiencias, en la vida inútiles, sólo puros espectadores, lo que podría ser una definición del Mal como ausencia de Bien, que dicen los clásicos. Esa ausencia de Bien, ese vacío incomodo, por el que nos hace pasar nuestro destino, tiene un realismo frío, metálico, a prueba de cualquier consuelo y sometido sólo a la espera de que concluya, que pare y desaparezca. En mi caso, ese dolor enraizado en mi pecado, en el de toda la Humanidad, sin más merito o más responsabilidad que esa, debilidad y solidaridad en ese pecado, ha tenido las notas especiales del mundo que me ha tocado vivir. En otros momentos y lugares, otras persona podrían haber escrito, vivido y pensando lo mismo con otras terribles experiencias de ese Mal. Sólo ante el Señor, ante su presencia, sabiendo, primero, quien soy, cómo he sido amado, y, segundo, cómo dice el poeta, sabiendo al mismo tiempo la condición del no ser, esta vez única, ejecuto, me dispongo a hacer presente esta narración del vacío, ausencia de bien y lo inevitable que es la santa voluntad de Dios, a pesar de los pesares. Y sólo es eso. Lo demás se lo dejamos a moralistas, teólogos y a quienes han tenido al terrible honor de colaborar con una de las estructuras de pecado más terribles de la Historia. Es el relato, pues, de una víctima, verdugo y espectador.